Ramón Iribarren Cavanilles (1900-1967): el mar como pedagogía del paisaje
Resumen
Necesito del mar porque me enseña:
no sé si aprendo música o conciencia:
no sé si es ola sola o ser profundo
o sólo ronca voz o deslumbrante
suposición de peces y navíos.
El mar, Pablo Neruda (1904-1973)
El mar resonará en mis oídos.
Los pétalos blancos se oscurecerán con agua de mar.
Flotarán por un momento y luego se hundirán.
Llevándome sobre las olas me echaré encima.
Las olas, Virginia Woolf (1882-1941)
El paisaje estaba aquí mucho antes de que nosotros
ni siquiera lo soñáramos. Y presenció nuestra llegada.
Naturaleza virgen, Robert Macfarlane (1976)
Produce una inmensa tristeza pensar que
la naturaleza habla mientras el género humano no escucha.
Viaje a los Pirineos y los Alpes, Victor Hugo (1802-1885
Introducción
Necesito del mar porque me enseña:
no sé si aprendo música o conciencia:
no sé si es ola sola o ser profundo
o sólo ronca voz o deslumbrante
suposición de peces y navíos.
El mar, Pablo Neruda (1904-1973)
El mar resonará en mis oídos.
Los pétalos blancos se oscurecerán con agua de mar.
Flotarán por un momento y luego se hundirán.
Llevándome sobre las olas me echaré encima.
Las olas, Virginia Woolf (1882-1941)
El paisaje estaba aquí mucho antes de que nosotros
ni siquiera lo soñáramos. Y presenció nuestra llegada.
Naturaleza virgen, Robert Macfarlane (1976)
Produce una inmensa tristeza pensar que
la naturaleza habla mientras el género humano no escucha.
Viaje a los Pirineos y los Alpes, Victor Hugo (1802-1885)
It’s not what you look at that matters,
it’s what you see.
Walden, Henry David Thoreau (1817-1862)
1. Un flashback
Desde siempre el mar ha ejercido una extraordina-ria y al mismo tiempo misteriosa fascinación en el ser humano. Han sido, por cierto, muchos los testimonios que sobre aquél nos han ido dejando sobre todo escri-tores y poetas, aunque no solamente. Teniendo el pres-tigio de la aventura, y siendo como es fuente de todo tipo de mitos y leyendas, el mar atrajo la atención de li-teratos como William Shakespeare (1564-1616), Ernest Hemingway (1899-1961), Gabriel García Márquez (1927-2014), Julio Verne (1828-1905), Robert Louis Stevenson (1850-1894), Herman Melville (1819-1891), Joseph Con-rad (1857-1924), Pío Baroja (1872-1956), Charles Dickens (1812-1870), entre muchos otros. A cuyos relatos habría que añadir las apasionantes memorias de exploradores, capitanes, náufragos, piratas o simples pasajeros.
A todo lo cual habría que sumar, además, los estudios llevados a cabo por otro tipo de inteligencias, no menos importantes, sin cuyo concurso sería difícil explicar el progreso científico-intelectual y material alcanzado por el hombre. En el ámbito específico de la Ingeniería ma-rítima, este avance –que ha venido respondiendo, tam-bién desde la más remota Antigüedad, a la necesidad de permitir el asentamiento humano y de facilitar los inter-cambios comerciales-, ha contado, como es lógico, con nombres propios. Tal es el caso del insigne ingeniero Ra-món Iribarren Cavanilles, fallecido hace ahora poco más de 50 años y cuyo trabajo de investigación al servicio de la técnica marítima ha sido referenciado en numerosí-simas ocasiones, concitando respeto y admiración por el valor de las realizaciones portuarias, costeras y de re-generación de playas que dejó hechas. Es más, signifi-cativos aspectos de la ingeniería moderna de puertos y costas que llevan el rubro “Iribarren”, han sido cruciales para el progreso del conocimiento dentro de dicho cam-po de especialización, haciendo de Iribarren todo un clá-sico. Y un clásico, ya se sabe, es aquel cuyos métodos ya no cabe aplicar pero de cuyo bagaje no se puede pres-cindir
Ocurre también muy a menudo que las cosas que más nos atraen de otras personas son las cosas más triviales, como por ejemplo sus hobbies, aun sabiendo que alguno de estos últimos pudieron acarrear, como es también el caso, las consecuencias más fatales. Co-rría entonces el año de 1967, que, al igual que otros de la misma década, estuvo salpicado de todo tipo de acontecimientos. Así por ejemplo la llegada del turis-mo de masas introducía en España, no sin resisten-cias, el famoso bikini, prenda de baño que tuvo en el alcalde de Benidorm (Alicante), Pedro Zaragoza Orts (1922-2008), uno de sus más firmes abanderados. El sindicato Comisiones Obreras era declarado ilegal por el Tribunal Supremo. Se daba luz verde a las obras del trasvase Tajo-Segura, una de las mayores obras de in-geniería hidráulica realizadas en España. El Real Ma-drid ganaba la Liga mientras el Valencia se hacía con la Copa del Generalísimo. El cantante Raphael repre-sentaba a España en el XII Festival de Eurovisión con la canción Hablemos del amor. 1967 vio asimismo la publicación de Cien años de soledad, una de las mejo-res novelas de Gabriel García Márquez y, desde luego, una de las cumbres de la literatura universal. Como también vio los estrenos cinematográficos de A san-gre fría, Belle de jour, Bonnie y Clyde, Dos en la carrete-ra, El graduado, El silencio de un hombre o La leyenda del indomable, por citar solamente unos cuantos. Los Beatles, por su parte, lanzaron uno de sus títulos más legendarios, Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band, un álbum reconocido por la mayoría de la crítica musical como el mejor disco de todos los tiempos.
Mientras, las crónicas locales de los periódicos espa-ñoles registraban otros acontecimientos. Así, el perió-dico de San Sebastián La Voz de España, en su edición del 22 de febrero de 1967, anunciaba en titulares –”Ha muerto el ingeniero Iribarren”- lo que, por su interés y realismo, reproducimos íntegramente a continuación:
Trágica y abruptamente salía la muerte, pues, al en-cuentro de Ramón Iribarren cuando éste se encontraba probando un Fiat 1.500 con doble carburador. Objeto éste, el automóvil, que había animado una de sus gran-des pasiones, el automovilismo y la mecánica, como también lo fueron el estudio y observación del mar, las matemáticas, las corridas de toros, la música, la pintura y el teatro.
2. Del litoral guipuzcoano al Madrid metropolitano, o de cómo una pasión se hace vocación
Casi sesenta y siete años antes había venido al mun-do, en el seno de una familia acomodada, Ramón Iriba-rren. Concretamente lo hizo el día 15 de abril de 1900, en la ciudad fronteriza de Irún (Guipúzcoa), siendo el primo-génito de una prole de tres hermanos, junto a Luis y José, fruto del matrimonio formado por Plácido José Iribarren Aldaz, nacido en Irún, y Teresa Cavanilles, oriunda de Barcelona. El padre era un indiano de origen vasco-na-varro que había hecho fortuna en la mayor de las Antillas y que, por motivos de trabajo, pasaba largas tempora-das fuera del hogar. Fue no obstante la madre, persona cultivada y de carácter, la figura central en la educación de los hijos, inculcando en éstos el amor por las bellas artes. Ramón estudió en el colegio San Luis de la loca-lidad, destacando pronto como un brillante estudiante con gran capacidad para las Matemáticas. Su infancia y primera juventud transcurrieron, por tanto, en la misma ciudad guipuzcoana que, situada en el estuario del río Bidasoa, está separada de Hendaya (Francia) por este mismo río y por el condominio hispano-francés de la Isla de los Faisanes.
Por muchas razones, Iribarren sintió gran apego a lo largo de toda su vida por su patria chica, ciudad a la que probablemente debió su temprana pasión por el mar que luego el paso del tiempo, con mayor conocimien-to del litoral cantábrico, no hizo sino avivar. Irún era por entonces, en las primeras décadas del siglo XX, un cre-ciente nudo comercial y de comunicaciones y servicios -con casi 10.000 habitantes en 1900 que pasarían a poco más de 14.000 en 1920-, cuya economía se había visto impulsada, primero, por su situación geográfica, termi-nal de la línea ferroviaria Madrid-Irún; y segundo, por circunstancias históricas como la neutralidad manteni-da por España durante la Primera Guerra Mundial (1914-1918). Sí hay que señalar que, a diferencia de otras partes del País Vasco que conocieron un acelerado proceso in-dustrialización en el último cuarto del XIX, fueron el es-tablecimiento de las Aduanas en 1841, y la llegada del ferrocarril en 1863, los dos jalones fundamentales que explican el despegue y posterior desarrollo económi-co, social y demográfico de Irún hasta, prácticamente, la Guerra Civil; y que se convirtiera, tras Donostia, en la principal localidad de Guipúzcoa. La industrialización de Irún estuvo, en todo caso, limitada por una ordenanza municipal que no desaparecería hasta 1932. Y esto expli-ca asimismo que su tradición industrial no haya tenido el mismo peso que en otras partes del País Vasco, que, so-bre todo en Vizcaya, vinieron conformando lo que dio en llamar “la California del hierro”, que empezó a cristalizar muy rápidamente tras la abolición foral decretada por Cánovas del Castillo (1828-1897), presidente del Consejo de Ministros, en 1876.
Tras haber finalizado sus estudios de bachillerato, partió Iribarren hacia Madrid para iniciar su formación universitaria, comenzando primero Ciencias Exactas para después, en 1921, ingresar en la Escuela Especial de Ingenieros de Caminos, Canales y Puertos, punto de partida de una brillante carrera profesional en el ám-bito de la Ingeniería marítima. La Escuela que acogió a Iribarren, situada en el parque del Retiro, había venido experimentando una profunda modernización desde al menos 1898, con el establecimiento del Laboratorio Central para Ensayo de Materiales de Construcción. Di-cha modernización implicó, también, una profunda revi-sión de las enseñanzas técnicas. Una figura clave de esta renovación fue, sin duda alguna, el guipuzcoano Vicente Machimbarrena (1865-1949), que llegaría más tarde, en 1924, a asumir la dirección de la Escuela para seguir im-pulsando el proceso de apertura, especialización e inno-vación ya iniciado dentro de la misma.
Años antes Machimbarrena, acompañado de Carlos de Orduña (1857-1934), había tenido la oportunidad, en un tour que lo llevó por Alemania, Austria y Suiza, de visitar algunas de las principales escuelas técnicas y laboratorios europeos y de sus sistemas de enseñanza y conocer de primera mano sus sistemas de enseñan-za. Siguieron esta estela, poco a poco, otros ingenieros y profesores de la Escuela para hacer el correspondiente tour europeo, intentando incorporar después en España las lecciones obtenidas fruto de la experiencia. Al hilo de estas iniciativas, no faltaron encendidas polémicas pú-blicas –de las que se hizo eco Revista de Obras Públicas(ROP), fundada en 1853-, protagonizadas por el mismo Machimbarrena (“La enseñanza memorista”, de 1913, y “¡Basta ya de Matemáticas!”, de 1914), Leopoldo Torres Quevedo (1852-1936) (“La enseñanza de la ingeniería en España”, de 1913) o Luis Gaztelu Maritorena (1858-1927) (“Las Matemáticas del ingeniero y su enseñanza”, de 1914).
Correspondió a este último, de origen navarro, y Ma-chimbarrena, guipuzcoano como Iribarren y director de la Escuela desde 1915, poner en práctica todo lo apren-dido fuera. Casi una década más tarde, como quedó di-cho, Machimbarrena tomaría el relevo en una coyuntura más que favorable no sólo desde el punto de vista polí-tico y económico, sino también académico. Con Rafael Benjumea Burín (1876-1952), ingeniero de Caminos con vocación regeneracionista, al frente de la cartera de Fo-mento dentro de un Directorio civil de orientación tec-nocrática –el artífice de la política económica era un joven abogado del Estado, José Calvo Sotelo (1893-1936)-, se consiguió finalmente algo tan esencial como el establecimiento del principio de autonomía en la concepción de la enseñanza. En 1926 se firmaba, efec-tivamente, el decreto que iba a permitir a la Escuela de Caminos promover la especialización de su profesorado, uno de los ansiados objetivos de Machimbarrena junto a la elección del concurso como sistema de selección de los profesores. Frente al tradicional sistema de oposición que, según Machimbarrena, “deforma las facultades de nuestros jóvenes estudiosos”, se optaba en su lugar por el de concurso, eligiendo a los mejores especialistas de cada materia.
Así pues, el tiempo que Iribarren pasó en la Escue-la como estudiante universitario no pudo ser más pro-picio y definitorio de su dedicación como ingeniero de puertos y costas. En este sentido, resultó decisivo el ma-gisterio del profesor de Puertos y Señales Marítimas Ra-món Hernández Mateos (1871-1929), que sería a su vez sustituido, tras su muerte, por Eduardo de Castro Pascual (1873-1937), profesor y titular de la cátedra de Puertos, además de director de obras del puerto Gijón-Musel, a quien se deben algunas aportaciones de interés a la téc-nica de puertos y a cuyas órdenes estuvo como profesor asociado José Entrecanales Ibarra (1899-1990).
Como cabía esperar, Iribarren finalizó brillantemen-te la carrera en 1927 obteniendo el número uno de su promoción. Por otra parte parece lógico pensar que, dada la amplia gama de sus intereses intelectuales, Iri-barren hubo de participar durante sus años universita-rios en la intensa vida cultural de la capital de España. Madrid vivía, en coincidencia con el tramo histórico del reinado de Alfonso XIII, una auténtica ebullición li-teraria e intelectual cuyos epicentros más destacados eran –sin olvidar el auge que alcanzaron los café lite-rarios madrileños, fielmente descritos en la novela La calle de Valverde (1961), de Max Aub (1903-1972)–, el Ateneo, creado en 1835, y la Residencia de Estudian-tes, fundada en 1910. Esta última, junto a la Junta de Ampliación de Estudios, encarnaba el espíritu de la Ins-titución Libre de Enseñanza y estaba situada en la que es su actual sede madrileña en la llamada “Colina de los Chopos”, y supuso con mucho uno de los capítulos más brillantes de la historia cultural de España, siendo su la-bor realmente excepcional.
Insertos en este lienzo social y urbano de época, no podía resultar extraño ni para Iribarren y ni para sus con-discípulos que, al salir a pasear por las calles de Madrid, se toparan casualmente con alguna de las personalida-des que integraron esas tres irrepetibles generaciones intelectuales: los ensayistas del 98, los europeístas del 14 y los poetas del 27; generaciones que dieron vida a la Edad de Plata de la cultura española durante el pri-mer tercio del siglo XX, constituyendo de alguna mane-ra un “tiempo-eje”, por utilizar la expresión acuñada por el filósofo y psiquiatra alemán Karl Jaspers (1883-1969). Este extraordinario florecimiento, que tenía en Madrid y Barcelona sus dos mejores exponentes, ocurría teniendo como telón de fondo los profundos cambios socio-eco-nómicos que la sociedad española, de base rural y con unas tasas de analfabetismo realmente espantosas, iba a experimentar en las primeras décadas del siglo: una in-cipiente sociedad de masas, entrevista por Pérez Galdós (1843-1920) en los Episodios Nacionales (1872-1912) tras el aldabonazo del 98, empezaba a despuntar en el hori-zonte.
En el plano político nacional, la inestabilidad guber-namental y social que venía agudizándose en los años in-mediatamente anteriores al pronunciamiento de Miguel Primo de Rivera (1870-1930), de una parte, y la incapa-cidad del liberalismo decimonónico para dar respuesta a las demandas que presentaba una creciente sociedad de masas, de otra, coadyuvaron, con la aquiescencia real y el beneplácito de la sociedad, al pronunciamiento de aquél en septiembre de 1923.
Dividido en dos etapas claramente diferencias, el ré-gimen de Primo de Rivera (1923-1930) evolucionó, tras quince meses de Directorio militar, hacia un Directo-rio civil en el que tuvieron gran predicamento, como ya quedó apuntado, los componentes tecnócratas: el con-de de Guadalhorce (Fomento), Eduardo Aunós (Trabajo) (1894-1967) y José Calvo Sotelo (Hacienda). La política económica de este gobierno, bajo el lema regeneracio-nista “menos política, más administración”, fue marca-damente productivista y nacionalista, y se rigió en lo fundamental por criterios parecidos a los de la política social –intervención pública y corporativismo-, desple-gando al mismo tiempo un esfuerzo de inversión públi-ca sin precedentes en la historia del país. Las obras se concentraron fundamentalmente en las infraestructuras 109hidráulicas y en las redes de transporte, logrando nota-bles resultados en la extensión y mejora de regadíos y carreteras: “un notabilísimo intento de modernización”, en palabras de Carr (1919-2015).
3. Las olas del destino
Por fortuna para Iribarren, su vida profesional arran-caría precisamente en pleno auge de los programas de obras públicas impulsados por la dictadura de Primo de Rivera. Su primer destino fue Gerona, adonde fue en-viado como ingeniero director de la Sección de Vías y Obras Públicas. Más decisivamente, en 1929 –para Iri-barren, según Marín Balda (1920-2007), este año “mar-có su vida y su destino”- fue nombrado ingeniero jefe del Grupo de Puertos de Guipúzcoa (Fuenterrabía, San Sebastián, Orio, Guetaria, Zumaya, Deva y Motrico), permaneciendo en su dirección hasta su muerte. Su trabajo como director del Grupo le permitió conocer de primera mano la situación y las peculiaridades del litoral guipuzcoano, con puertos de bajura pequeños y mal abrigados para hacer frente a los fuertes tempora-les del Cantábrico
Espoleado, pues, por la curiosidad y el interés de ir mejorando la situación de tales puertos, Iribarren fue, entre 1929 y 1932, estudiando cuidadosamente la cos-ta guipuzcoana y analizando fenómenos naturales ta-les como las mareas, el oleaje, la curvatura de las oleas, los temporales, las corrientes, las resacas, etc. Resulta-do directo de esta experiencia fueron sus primeros tra-bajos, entre los que cabe destacar la rampa rompeolas del puerto de Motrico (1932), que le permitió formular dos de sus piezas más conocidas: Método de los Planos de Oleaje y Cálculo de las Oscilaciones de Resaca, aplicados en toda España desde 1934.
La dictadura de Primo de Rivera, que había gozado de relativo apoyo hasta aproximadamente 1927, había concluido a principios de 1930 como consecuencia de su creciente impopularidad y de su incapacidad para resolver todo un conjunto de problemas políticos, eco-nómicos, militares, universitarios, etc. Su caída arrastró también la de la Monarquía, dando paso a la proclama-ción de la Segunda República en abril de 1931, un gran momento histórico que supuso el más importante pro-yecto de modernización democrática de España durante la primera mitad del siglo XX. La experiencia republica-na, no obstante, iba a ser breve. La creciente polarización de sectores de la sociedad civil; la firme hostilidad de la oligarquía y la Iglesia católica frente al ambicioso pro-grama de reforma estructural puesto en marcha por las autoridades republicanas; y la crisis económica mundial desatada tras la bancarrota de Wall Street en 1929, son solo algunos de la factores que ayudan a explicar el fra-caso del régimen republicano y, por ende, los orígenes de la Guerra Civil, que fue ante todo un conflicto endó-geno de raíces internas. Dicho esto, también parece cla-ro que la guerra, aunque probable, estuvo lejos de ser un resultado inevitable, y que su estallido, en julio de 1936, tuvo como detonante un golpe militar inicial y parcial-mente fallido.
Entretanto, Iribarren había venido a su ciudad natal, Irún, para trabajar en un proyecto destinado a canalizar el Bidasoa a su paso por los barrios iruneses de Olaberría y Artia y, de esta manera, prevenir inundaciones -como las de 1933- en la zona baja de Irún cuando acontecía un temporal. Aunque interrumpidas durante la guerra, las obras serían finalmente ejecutadas unos años más tarde, en 1942, con el ingeniero de Caminos Alfonso Peña Boeuf (1888-1966) como ministro de Obras Públicas
Como hemos visto, la Guerra Civil, que duró casi mil días, fue primordialmente un hecho español, pero no solamente. Fue también y decisivamente una contien-da internacionalizada que adquirió inmediata resonan-cia internacional, en un tiempo en que el fascismo y el comunismo se enfrentaban ideológicamente y amena-zaban con extender su sombra totalitaria sobre Euro-pa. Inmortalizada en obras como Homenaje a Cataluña(1938), de George Orwell (1903-1950), Por quién doblan las campanas (1940), de Ernest Hemingway, La velada de Benicarló (1939), de Manuel Azaña (1880-1940), A san-gre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España (1937), de Manuel Chaves Nogales (1897-1944), o el cuadro el Guernica (1937), de Pablo Picasso (1881-1973), la guerra fue, de lejos, “la mayor tragedia de la historia de Espa-ña”, en la conocida caracterización que hiciera Hugh Tho-mas (1931-2017). Y concluyó con la victoria del general Franco al frente de las tropas “nacionales” y con un ba-lance no desdeñable en términos de pérdidas humanas y materiales: murieron en ella, según los historiadores, cerca de 600.000 personas –a las que sumar otras 50.000 por represión en la inmediata posguerra-, destruyó nu-merosos núcleos urbanos y miles de edificios, se perdió una tercera parte de la ganadería y la marina mercante y, también, un 50% del material ferroviario.
Este más que apreciable grado de destrucción ma-terial no dejó de afectar a la propia ciudad natal de Iri-barren, que por su cercanía con la frontera francesa constituía un objetivo prioritario en los planes milita-res del general Mola (1887-1937), cerebro de los prepa-rativos del levantamiento militar y, luego, director de la Campaña del Norte. Antes de caer en manos rebeldes el 5 de septiembre de 1936, Irún había sido incendiada y seriamente dañada en la retirada organizada por los milicianos republicanos. Por consiguiente, no hubo otra alternativa que reconstruir la ciudad, ensanchándola y mejorando su parte interior, para lo que se constituyó una comisión de la que formaban parte, entre otros, el propio Ramón Iribarren y su hermano José, a la sazón ar-quitecto del municipio.
También durante la guerra, más concretamente en agosto de 1938, tuvo Iribarren la oportunidad de des-plazarse a Santander para presentar, en el marco del XV Congreso de la Asociación Española para el Progreso de las Ciencias, sus primeros trabajos sobre cálculo de di-ques verticales y de escollera; una línea de investigación a la que Iribarren no dejaría de dar continuidad, tal y como veremos, a lo largo de las siguientes décadas.
Tras el paréntesis de la guerra, Iribarren, que no ha-bía dejado de trabajar y estudiar durante la misma, es nombrado en 1939 profesor de la Escuela de Ingenie-ros de Caminos de Madrid para impartir la asignatura de Puertos y Señales Marítimas, sustituyendo al profesor Castro Pascual, muerto en el transcurso de la guerra. Iriba-rren aceptó la plaza “en comisión de servicios”, situación 2017administrativa que le permitía compatibilizar la activi-dad docente con la dirección de los puertos guipuzcoa-nos. Una vez integrado en el claustro de profesores, y por elección de este último, pasaría a la Junta de Investigacio-nes Técnicas, paso previo antes de acceder al Consejo de Obras Públicas, un órgano técnico que se encargaba de supervisar el diseño y ejecución de los proyectos de obras públicas, y cuyo presidente asignaría a Iribarren, por ra-zones de especialización, la Sección de Puertos. En su ca-lidad de consejero de Obras Públicas examinó a lo largo de varias décadas los proyectos referentes a los puertos españoles, introduciendo en éstos todo tipo de mejoras: Barcelona, Valencia, Sevilla, Cádiz, A Coruña, Santander, Bilbao, Palma de Mallorca, Santa Cruz de Tenerife y Meli-lla. Fue precisamente en esta última ciudad, con motivo de las obras de prolongación de su puerto, donde Iriba-rren conoció en 1944 al ingeniero Casto Nogales y Olano (1908-1985), que con el tiempo se convertiría en su inse-parable amigo y más estrecho colaborador. Al cabo de un tiempo ambos volverían a trabajar, junto a Vicente Caffa-rena (1915-2013), en las obras portuarias que se llevaron a cabo en el Sáhara Occidental español y Guinea Ecuato-rial. A la muerte de Iribarren en 1967, Casto Nogales fue su continuador tanto en el Consejo como en la dirección del Laboratorio de Puertos.
Desde su posición académica, donde permanecería más de veinte años divulgando y aplicando sus ense-ñanzas, Iribarren impulsó desde el principio la idea de fundar un laboratorio de puertos siguiendo los modelos europeos de escuelas técnicas: la Universidad Técnica de Berlín (Alemania) y, sobre todo, el afamado Politécnico de Zúrich (Suiza). En 1948, finalmente, se materializaría el que había sido uno de sus más ambiciosos proyectos con la creación del Laboratorio de Puertos, que en 1957 pasaría a integrar el Centro de Estudios y Experimenta-ción de Obras Públicas (CEDEX). Gracias a sus modernas instalaciones el Laboratorio de Puertos se erigió, al cabo de unos años, en un centro de referencia internacional. Pese a sus muchas responsabilidades, Iribarren nunca abandonó la dirección del Laboratorio, aunque sí la do-cencia en la Escuela al pasar ésta, en 1961, a depender del Ministerio de Educación.
Constantemente preocupado por superar los méto-dos empíricos tradicionales y sustituirlos por otros más científicos, Iribarren sigue trabajando, observando y de-sarrollando sus propias teorías. En este sentido, 1941 se presenta retrospectivamente como un año clave en la vida profesional de Iribarren porque publica en ROP un artículo, bajo el título “Obras de abrigo de los puertos”, donde expone su conocido Método de los Planos de Olea-je, que consiste,
[...] Simplemente, en determinar la forma de pro-pagación de un oleaje, de características y orientación conocidas en alta mar, al avanzar hasta una costa de-terminada, en la que se conocen sus profundidades o curvas batimétricas, y la forma y orientación de la costa natural, así como de las obras ejecutadas o que se pue-dan suponer construidas.
Ciertamente el impacto de este artículo fue consi-derable, siendo traducido al inglés y publicado por The Dock and Harbour Authority en 1942, por la revista por-tuguesa Técnica en 1945 y, en Francia, por Annales des Ponts et Chaussées en 1946.
Con posterioridad, entre noviembre de 1941 y abril de 1944, Iribarren publica en la misma revista, ROP, una serie de siete artículos (números 2.719 a 2.748) en los que desarrolla su igualmente conocida Teoría Ondula-toriocentrífuga, cuyo previsible impacto ya se anticipaba en las líneas de presentación que hizo ROP para el último de los aquéllos,
La explicación actual del fenómeno de las mareas, basada en las teorías de Newton y Laplace resulta in-completa por no concordar con las observaciones he-chas. El autor expone una nueva teoría que tendrá sin duda resonancia en el mundo científico, y cuyas primi-cias nos complace poder ofrecer a los lectores de nues-tra Revista.
De esta manera, en que las que los métodos teóricos se iban materializando en novedosas y exitosas realiza-ciones materiales, Iribarren fue elaborando todo un cor-pus teórico que tuvo una rápida difusión internacional y que vino a consolidarse con la publicación, en 1954, de su obra clásica Obras marítimas. Oleajes y diques; una obra presentada en forma de tratado que, hecha con la colaboración de Casto Nogales, se convirtió rápidamen-te en un texto de referencia para los ingenieros portua-rios. El enfoque eminentemente práctico del modelo que seguía Iribarren, así como su característica falta de grandes pretensiones teóricas, quedan patentes en los párrafos iniciales del prólogo de dicha obra, reeditada en 1964, donde puede leerse lo siguiente:
Hasta hace relativamente poco tiempo las obras marítimas, y en especial las costosas obras de abrigo de los puertos, se proyectaban por simple intuición o por ilusoria comparación con otras que se suponían simila-res, pero sin aplicar cálculo justificativo.
Así como en la que pudiéramos denominar técni-ca terrestre existían soluciones, o métodos de cálculo, aceptablemente aproximados para la mayoría de los casos prácticos que pudieran presentarse, en la técni-ca marítima estaba todo, o casi todo, por hacer, redu-ciéndose la mayoría de los textos, que trataban de estas cuestiones, a una recopilación comentada de las obras construidas, en las que, en cierto modo, se trataba de explicar la causa de los éxitos de algunas de ellas o el fracaso de otras, pero faltando los métodos de cálculo, necesarios en toda la técnica del Ingeniero.
En la presente publicación se recopilan los estudios, en primera aproximación, que, con la finalidad de deter-minar dichos métodos de cálculo, hemos realizado, no pretendiendo llegar, en estos complejos temas, a utópi-cas exactitudes teóricas, sino a aceptables aproximacio-nes prácticas.
Y en esta misma línea de trabajo se inscribe, por su-puesto, la conocida “Fórmula Iribarren”, que venía a en-capsular el trabajo realizado en los diez años anteriores, desde la publicación en 1938, en Pasajes, de dos opúscu-los, Una fórmula para el cálculo de los diques de escollera y Cálculo de diques verticales, que analizaban el compor-tamiento y estabilidad de los diques ante la acción de oleaje del mar. Aunque las conclusiones de dicho traba-jo se habían presentado en el XVII Congreso Internacio-nal de Navegación, celebrado en Lisboa (Portugal) en 1949, no fue hasta poco después que Iribarren y Casto Nogales pudieron definir una fórmula que, incorporan-do un coeficiente de fricción, permitía calcular el peso de los elementos del manto principal del dique; o, dicho de otra manera, una expresión estructurada que tiene como finalidad estudiar la interrelación oleaje-estructu-ra. En septiembre de 1965 Iribarren publicaría, para ROP, el artículo “Fórmula para el cálculo de los diques de esco-lleras naturales o artificiales”, que reproduce la ponencia presentada en el XXI Congreso Internacional de Navega-ción celebrado en Estocolmo (Suecia) aquel mismo año
Al mismo tiempo también pudo Iribarren, gracias a las valiosas observaciones que había ido acumulando en sus recorridos exploratorios por la costa guipuzcoana, empezar a cosechar sus primeros éxitos como creador de playas. Su impronta está presente en las nuevas pla-yas de Hendaya (Francia), Orio, Deva y Zumaya, habien-do colaborado también en el estudio de la de Zurriola (S. Sebastián), que no se construyó hasta los años 1990, y en los de Biarritz y Bayona, en Francia, así como en la cana-lización del río Untxin.
Menos conocido aún es tal vez, dentro de toda esta ingente actividad profesional, su papel en el proyecto de construcción del aeropuerto de Fuenterrabía, que data-ba de 1928 y que, por avatares políticos, hubo de esperar a 1950 para, con la colaboración del ingeniero aeronáu-tico Luis Azcárraga (1907-1988), contar por fin con un proyecto definitivo.
Fuera de España, Iribarren participó elaborando in-formes en proyectos como el del puerto petrolero de San Pablo de Luanda (Angola), de 1956, o el del estudio de la situación de las costas del golfo de Sirte (Libia), de 1960; y también tomó parte en el diseño de la línea de ferrocarril destinada a transportar mineral de hierro des-de Argelia hasta el Sáhara español. Y en América, estudió las obras de defensa de la costa en Cartagena de Indias (Colombia), y proyectó la playa de baños del hotel nacio-nal de Guaicamacuto (Venezuela).
No es por azar, pues, que la proyección internacional de Iribarren fuera en aumento al compás en que lo hacía su propio prestigio profesional. Tal prestigio fue labrán-dose gracias, en primer lugar, a la consistencia de su tra-bajo, o sea, a la continuada calidad sustantiva y sentido práctico de sus aportaciones científico-técnicas. Y en se-gundo lugar, pero estrechamente relacionado con lo an-terior, a su activa e incesante participación en congresos y foros internacionales especializados. Así obtuvo, entre otros, el reconocimiento de los Congresos Internaciona-les de Navegación celebrados en Lisboa, Roma y Londres (XVII a XIX). Además, ocupó la presidencia de la delega-ción española de la Asociación Internacional Permanen-te de los Congresos de Navegación (AIPCN-PIANC), y una vocalía en el Comité internacional para el estudio de la fuerza del oleaje. En los años 1950 fue invitado por las escuelas de ingeniería de Nueva York, Berkeley (Califor-nia), así como por Instituto de Tecnología de Massachu-setts (MIT, por sus siglas en inglés) en Cambridge y el Beach Erosion Board, para impartir conferencias al obje-to de exponer sus trabajos y teorías. Fue también miem-bro de la Academia de Marina de Francia.
Consiguientemente, la trayectoria profesional de Iri-barren, asentada en una acreditada reputación que era, como ya se dijo más arriba, bien conocida más allá de nuestras fronteras, fue colmándose de reconocimien-tos públicos más que merecidos: la Cruz de Caballero de la Legión de Honor, concedida por el Gobierno francés; Hijo Adoptivo de la villa de Fuenterrabía; la Encomienda de la Orden del Mérito Civil; la Medalla de Oro de la vi-lla de Motrico; la Gran Cruz de la Orden de Alfonso X el Sabio; Hijo Predilecto de la ciudad de Irún; la Cruz del Mérito Aéreo. También le rindieron homenajes los Ayun-tamientos de Hendaya, Urrugne y San Juan de Luz, en Francia. Fue elegido asimismo académico de la Real Aca-demia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales en 1959, aunque por razones derivadas de la propia personalidad de Iribarren, ajeno a este tipo de solemnidades, nunca llegó a tomar posesión. Y los pescadores del litoral gui-puzcoano, a los que tan asiduamente trató a lo largo de su vida, supieron igualmente reconocer en numerosas ocasiones la categoría humana de aquel ingeniero ena-morado y conocedor del mar.
4. El arte de saber ver
En la esfera personal, los testimonios allegados de las personas que trataron y conocieron a Iribarren confir-man, como rasgos esenciales de su personalidad, su cam-pechanía y cordialidad, lo que le hacía buscar el contacto permanente con los comunes; y más concretamente, 2017con las gentes del mar, con “esos pescadores viejos de boina negra, nariz roja y tez oscura de su mar Cantábri-co”, a los que consulta porque son los que al fin y al cabo mejor conocen el medio. Lo fornido de su aspecto físico no desentonaba con la sencillez de su actitud y lenguaje, suscitando el interés natural de amigos y curiosos en sus largos paseos exploratorios por las poblaciones costeras de su Guipúzcoa natal. Según recordaba el ingeniero iru-nés Juan José Alzugaray (1924-2006),
Daba gusto escuchar sus explicaciones científicas en la terminal del Espigón de Fuenterrabía, rodeado de «mariñeles» [...] Toda una cátedra al aire libre.
En cierta forma, su vida nos habla de un tiempo, no tan lejano en términos históricos, en que el traba-jo del ingeniero descansaba no solamente, como ahora, en sus conocimientos científicos, experiencia y pericia con la tecnología del momento, sino también en su in-tuición y en su capacidad de observar y saber interpre-tar los fenómenos naturales. Como los paradigmas y las metodologías cambian con los tiempos, es inevitable que los modelos y las tecnologías actuales hayan he-cho perder cierta vigencia a los métodos que en su día empleara Iribarren. Significativamente, estos cambios en la metodología para resolver problemas técnicos lo que revelan, en realidad, es una cuestión más general y de más hondo calado por sus implicaciones morales. En paralelo con el vertiginoso cambio tecnológico aconte-cido en las últimas décadas, con una dependencia cre-ciente en la tecnología, se han invertido las relaciones de subordinación entre esta última y nosotros. Ya no es solamente que hayamos dejado de controlar dicha tec-nología, sino que ésta ha ido haciendo redundante la in-tervención humana.
La aproximación científico-técnica que seguía Iriba-rren, en cambio, estaba presidida por una inteligencia moral en la que primaban las propias capacidades in-dividuales del ingeniero. Posiblemente Iribarren perte-nezca, antes de que la sociedad de masas impusiera “la barbarie del especialismo” (Ortega dixit), a una de las úl-timas generaciones de grandes ingenieros para quienes la observación sobre el terreno y posterior experimenta-ción desempeñaban, todavía, un papel primordial en el desarrollo de sus investigaciones. Dotado de una agude-za innata para la observación –“madre de todas las vir-tudes”, según Eugenio d’Ors-, Iribarren hizo del mar en general y del mar Cantábrico y los puertos y playas vas-cos en particular, un laboratorio natural sin igual en el que observar la Naturaleza para luego, en un laboratorio propiamente dicho, experimentar y poner a prueba sus teorías e intuiciones con modelos más reducidos.
Si es cierto, como decía Hegel (1770-1831), que “la pedagogía es el arte de hacer éticos a los hombres”, no es imposible exagerar la importancia del papel que, como forma de pedagogía, o “arte de saber ver”, por recordar el famoso artículo de Manuel Bartolomé Cossío (1857-1935), desempeñaron el mar -entendido como paisaje y parte esencial de una geografía emocional-, y su con-templación, en la formación intelectual de Iribarren. Por-que como decía Ortega en un artículo de 1906 a través de uno de sus alter ego, el místico Rubín de Cendoya, “los paisajes nos enseñan moral e historia”, no sin haber seña-lado en líneas anteriores que,
Los paisajes me han creado la mitad de mi alma; y si no hubiera perdido largos años viviendo en la hosque-dad de las ciudades, sería a la hora de ahora más bue-no y más profundo. Dime el paisaje en que vives y te diré quién eres.
Desde este punto de vista, el gusto y disfrute que ob-tenía Iribarren en la contemplación tranquila del mar, lo sitúa en una fructífera tradición que nos retrotrae, en cierta forma, a aquel antiguo ideal tan caro a los roma-nos, el otium. Frente a la vorágine, ansiedad y banalidad que dominan la sociedad contemporánea, azuzada por el aguijón de la competencia y la velocidad, Iribarren configura un modelo que es uno de sosiego y serenidad contemplativa; la de quien sabe delectarse con el paso del tiempo y, al margen de toda agitación, se dedica a es-tudiar y explorar. Ésta es, en esencia, una de las claves del modelo Iribarren; un modelo que sabe, además, conjugar una racionalidad científica que unifica los ámbitos teóri-co y práctico, de un lado, y una metodología que propo-ne una continua interacción entre objeto y método, de otro. Por ello se ha dicho, y con razón, que Iribarren era el depositario y continuador de una tradición -estudiada por Julio Caro Baroja (1914-1995)-, y de un rico saber, el de los antiguos, que se remonta al tiempo de los inge-nieros griegos, fenicios y romanos.
REFERENCIAS
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